Soy Lucas Ramírez, tengo 20 años, estudio Economía en una universidad de Santiago de Chile y llevo una vida sencilla: estudio, trabajo medio turno en una cafetería y juego al básquet los fines de semana.
Nunca imaginé que mi vida daría un giro tan grande hasta el día en que conocí a Clara Villalobos, una mujer de 60 años, antigua dueña de una famosa cadena de restaurantes, ahora retirada.
Un encuentro inesperado
Nos conocimos en un evento benéfico del club universitario al que me había unido.
Clara apareció con un elegante vestido gris, su cabello plateado perfectamente recogido y una sonrisa serena que escondía una tristeza silenciosa.
Cuando se acercó y me preguntó:
—Joven, ¿cree usted en el karma?—
No imaginé que esa frase cambiaría mi destino.
A pesar de los 40 años de diferencia, comenzamos una amistad que se transformó en algo más profundo. Clara me contó que había tenido un matrimonio infeliz, que su esposo había muerto joven en un accidente y que no tenía hijos.
Su sabiduría, su paz interior y su mirada llena de soledad me atrajeron más de lo que pude admitir.
Tres meses después, bajo la lluvia, en el patio del antiguo restaurante que había sido suyo, me arrodillé y le pedí matrimonio.
—No me importa la edad, solo sé que quiero estar contigo— le dije.
La oposición de todos
Mi familia se opuso rotundamente.
Mi madre lloró.
Mi padre, furioso, gritó:
—¿Estás loco, Lucas? ¡Tiene 60 años! ¡Podría ser tu madre!—
Amigos, parientes, todos creyeron que lo hacía por dinero.
Pero yo sabía la verdad: no era codicia, era amor. Con ella me sentía en paz, respetado y completo.
Así que me mudé y nos casamos en una pequeña ceremonia en su mansión de Valparaíso, bajo una lluvia torrencial.
Esa noche, mientras el viento golpeaba las ventanas, mi corazón latía con fuerza.
La noche que cambió todo
Clara salió del baño con un camisón de seda marfil, sosteniendo unos documentos y un manojo de llaves de un Porsche nuevo.
Me las entregó con voz suave:
—Lucas, si elegiste este camino, debes saber la verdad.
No me casé contigo solo por compañía… quería encontrar un heredero.—
Me quedé helado.
—¿Herencia? ¿Qué quieres decir?—
Ella me miró con seriedad:
—Si nadie asume mis bienes, caerán en manos de familiares codiciosos. Quiero que todo sea tuyo. Pero hay una condición.—
El aire se volvió pesado.
—¿Cuál?—
—Esta noche debes convertirte verdaderamente en mi esposo. No solo en los papeles. Si no puedes hacerlo, mañana destruiré el testamento.—
Temblé. No sabía si era una prueba o una trampa.
Entonces, Clara me tomó la mano con fuerza y, con una mirada helada, susurró:
—Antes de seguir, necesito que sepas un secreto sobre la muerte de mi exmarido.—
El tiempo se detuvo.
Sacó un sobre del cajón, lo arrojó sobre la mesa y dijo con voz fría:
—Mi exmarido no murió en un accidente. Fue envenenado. Y sé quién lo hizo.—
Me quedé paralizado.
—¿Quién?—
Ella bajó la mirada.
—Fui yo.—
La confesión
Contó que su exesposo, Ricardo Villalobos, la golpeó y humilló durante veinte años.
Cuando decidió transferir todas sus propiedades a su amante, ella perdió el control.
Esa mañana, le sirvió café con pastillas para dormir, pero él condujo inmediatamente después y murió al instante.
—No fue un asesinato planeado— dijo entre lágrimas—. Fue un límite que crucé por desesperación.—
Luego me confesó que quien la ayudó a ocultarlo fue el doctor Benjamín Cruz, el forense a cargo del caso y su único amigo… y también su amante secreto.
Con él reconstruyó su vida, creó su cadena de restaurantes y trató de redimirse ayudando a los demás.
La verdad final
—¿Por qué me cuentas todo esto?— le pregunté.
Ella respiró hondo y dijo:
—Porque me estoy muriendo, Lucas. Tengo cáncer de páncreas. No me queda mucho tiempo.
No quiero irme con mentiras. Te amo, pero también necesito que alguien digno conserve lo bueno que logré.—
Me entregó un expediente con escrituras, acciones y su testamento.
—Todo esto ahora es tuyo, pero prométeme una cosa: nunca cuentes la verdad.
Si me amas, deja que Clara Villalobos muera como una buena mujer.—
Lloré en silencio. No por la fortuna, sino porque entendí lo que era amar a alguien que había cometido errores y aún buscaba redención.
Dos años después
Clara murió un otoño, entre hojas amarillas, en la villa donde nos habíamos casado.
Antes de cerrar los ojos, me dijo:
—Lucas, tú eres el perdón que nunca me atreví a pedir.—
La noticia se propagó por todos los medios:
“La empresaria Clara Villalobos falleció dejando toda su fortuna a su joven esposo.”
Fui criticado, envidiado, juzgado.
Pero nadie supo la verdad.
No toqué ni un centavo.
Vendí todo y doné el dinero a la Fundación Villalobos, que ayuda a mujeres víctimas de violencia.
Cada año, en el aniversario de su muerte, regreso a su casa, me siento al piano donde ella solía tocar y escucho su melodía favorita: Claro de Luna.
Y siempre siento lo mismo:
su voz, leve y serena, susurrando en el viento:
“Hiciste un buen trabajo, Lucas.”