Cada mañana, Clara salía de su pequeña casa en las afueras del pueblo antes de que saliera el sol. Llevaba una vieja mochila con un trapo, un par de guantes desgastados y una botella de agua. Caminaba casi una hora hasta llegar al barrio donde las casas eran tan grandes que parecían palacios.
Clara era madre de tres hijos: Mateo, Lucía y Tomás. Su esposo los había abandonado cuando el más pequeño apenas tenía un año, dejándolos sin dinero y con una deuda que casi los deja en la calle. Desde entonces, limpiar casas ajenas se había convertido en su única manera de sobrevivir.
Los días difíciles
En una de las casas donde trabajaba, la señora Renata, una mujer de clase alta, la trataba con desprecio.
—No toques las cortinas con las manos sucias —le decía sin mirarla.
Clara asentía en silencio, con la espalda adolorida y las manos rojas de tanto fregar. A veces le pagaban menos de lo acordado, otras le decían que volviera la semana siguiente “si necesitaban algo más”.
En otra casa, el patrón la hacía limpiar durante diez horas seguidas sin darle un vaso de agua. Cuando se atrevió a pedirle un aumento, él respondió con frialdad:
—Si no te gusta, hay muchas como tú esperando afuera.
Clara regresaba a casa agotada, pero nunca se quejaba frente a sus hijos. Con una sonrisa forzada, preparaba una sopa con lo poco que tenía y les preguntaba cómo les había ido en la escuela.
El amor que la sostenía
A veces, mientras lavaba los pisos o planchaba ropa ajena, pensaba en rendirse. Pero bastaba recordar los rostros de sus hijos dormidos para recuperar fuerzas.
—No puedo fallarles —se repetía.
Cada moneda que ganaba la guardaba con cuidado. No compraba ropa para ella, ni se daba lujos. Todo era para ellos: los útiles, los libros, el pan de cada día.
El paso del tiempo
Los años pasaron. Clara envejeció antes de tiempo, con la espalda encorvada y las manos llenas de cicatrices. Pero sus hijos crecieron sanos, educados y llenos de gratitud.
Mateo, el mayor, consiguió una beca y se convirtió en maestro. Lucía estudió enfermería y comenzó a trabajar en un hospital. Tomás, el más pequeño, soñaba con construirle una casa para que nunca más tuviera que limpiar la de otros.
Un día, los tres regresaron juntos con una sorpresa. Le pidieron que se sentara, y Lucía le entregó una llave.
—Mamá… esta es tu casa. La compramos entre los tres.
Clara se llevó las manos al rostro, sin poder contener las lágrimas. Todo su sacrificio, todas las humillaciones, habían valido la pena.
El reconocimiento
Al mirar a sus hijos, ya adultos y felices, Clara comprendió que nunca fue una mujer pobre, sino una mujer rica en amor, coraje y dignidad.
Ellos la abrazaron y le dijeron al unísono:
—Gracias por no rendirte, mamá. Por enseñarnos que la pobreza no está en el bolsillo, sino en el corazón de quien deja de luchar.
Clara cerró los ojos y sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que la vida, por fin, le estaba devolviendo todo lo que había dado sin esperar nada a cambio.