El viento de la tarde soplaba con fuerza sobre el centro histórico de la Ciudad de México. Entre la gente apurada, un hombre de abrigo gastado caminaba tomado de la mano de su hija. Era Don Mateo Hernández, un padre soltero que hacía todo lo posible por darle a Lupita una infancia digna, a pesar de las carencias.
Ese día, con los pocos ahorros que tenía, decidió cumplir una promesa: darle a su hija un cumpleaños que no olvidara jamás.
—Solo vamos a mirar algo pequeño, ¿sí? —le dijo con ternura—. Es tu día, mi amor.
Entraron juntos a una lujosa boutique sobre Paseo de la Reforma. El brillo de las lámparas de cristal y los pisos de mármol contrastaban con la sencillez de sus ropas. Los clientes lucían elegantes, con abrigos de piel y bolsos de diseñador.
Apenas cruzaron la puerta, el ambiente cambió. Dos vendedoras se miraron con burla y una de ellas soltó una risa contenida.
—Señor, quizá se equivocó de lugar —dijo una, con tono arrogante.
Las miradas curiosas comenzaron a multiplicarse. Algunos murmuraban con desprecio, otros reían sin disimulo.
Lupita bajó la cabeza, incómoda. No entendía por qué todos los miraban así. Mateo apretó su mano con fuerza y fingió no escuchar.
—Papá, ¿por qué se ríen de nosotros? —preguntó la niña, con voz temblorosa.
Mateo se agachó, le acarició el cabello y sonrió con tristeza.
—Porque hay gente que no comprende, hija. Pero eso no significa que no tengamos el mismo derecho de estar aquí.
Antes de que pudiera continuar, una de las empleadas alzó la voz:
—Si no van a comprar nada, por favor retírense. Están incomodando a los clientes.
Mateo respiró hondo, intentando contener la vergüenza.
—Solo será un momento —dijo con humildad.
—No importa, papá —susurró Lupita, con los ojos llenos de lágrimas—. Vámonos, no quiero que se enojen contigo.
Esas palabras le dolieron más que cualquier burla.
Entonces, una voz grave interrumpió el murmullo general:
—¿Qué está pasando aquí?
El silencio se hizo inmediato. Desde el fondo de la tienda apareció un hombre alto, de cabello canoso y traje impecable. Era Don Arturo Gómez, el dueño del lugar.
—Señor —dijo una de las vendedoras—, este hombre entró sin intención de comprar.
Don Arturo fijó la mirada en Mateo. Por un instante pareció no reconocerlo. Luego su expresión cambió por completo. Se acercó despacio, con los ojos humedecidos.
—No puede ser… —murmuró—. ¿Mateo Hernández?
El aludido lo observó, confundido.
De pronto, Don Arturo recordó. Años atrás, cuando él no era más que un hombre sin rumbo ni dinero, Mateo lo había ayudado una noche de lluvia, dándole comida y abrigo sin pedir nada a cambio.
—¡Basta! —exclamó con firmeza—. Este hombre es la razón por la que hoy existe esta tienda. Cuando yo no tenía nada, él me tendió la mano. Me dio esperanza cuando todos me la negaban.
Las empleadas bajaron la cabeza, avergonzadas. El silencio fue total.
Mateo, sorprendido, apenas pudo articular palabra.
—No vine a causar problemas, Don Arturo… solo quería comprar algo pequeño para el cumpleaños de mi hija.
Don Arturo se inclinó ante Lupita y le sonrió.
—Hoy es tu día, pequeña. Y tu papá es un verdadero héroe. Elige lo que quieras, será un regalo de la casa.
Los ojos de Lupita brillaron. No corrió hacia los artículos más costosos. Caminó con calma hasta una vitrina y señaló un pequeño colgante en forma de corazón.
—Este está bien —dijo con timidez.
Don Arturo asintió con emoción.
—Tiene el valor más grande de todos: el del amor.
Mateo bajó la cabeza, conmovido.
—Gracias por recordar… y por mirar más allá de las apariencias.
Lupita apretó el colgante contra su pecho, mientras tomaba la mano de su padre. Salieron juntos del lugar con la frente en alto, mientras los empleados los observaban en silencio, arrepentidos.
Don Arturo los acompañó hasta la puerta.
—Cuando yo no tenía nada, tú me salvaste, Mateo —le dijo con voz suave—. Hoy solo devuelvo una pequeña parte de aquello. Nunca olvides que tú y tu hija merecen toda la felicidad del mundo.
Mateo apenas pudo responder, con los ojos llenos de lágrimas.
—Gracias, Don Arturo. De corazón.
Mientras se alejaban por el boulevard iluminado, una verdad quedó flotando en el aire:
A veces, un solo acto de bondad puede volver años después… convertido en un milagro.