El bullicio del aeropuerto de Madrid retumbaba en los altavoces con anuncios de embarque y maletas rodando por el suelo. Entre la multitud apurada caminaba Andrés Villalobos, un empresario hotelero conocido por su fortuna y su agenda implacable. Llevaba el teléfono en una mano y su pasaporte en la otra, rumbo a su vuelo a París, cuando algo detuvo sus pasos de golpe.
En un rincón del salón de espera, una joven yacía en el suelo, recostada contra su bolso. En sus brazos sostenía a dos bebés dormidos, cubiertos apenas por una manta delgada que no lograba protegerlos del aire frío del lugar.
Andrés se acercó con el ceño fruncido, pero cuando la mujer levantó la mirada, el mundo pareció detenerse. Ese rostro… esos ojos grandes, el cabello oscuro, el gesto tímido que nunca había podido olvidar. Era Elena, la joven empleada doméstica que había trabajado en la mansión de su familia años atrás.
La misma mujer a quien su madre había despedido injustamente, acusándola de un robo que nunca cometió.
Por un instante, ninguno habló. Solo se miraron, y en ese intercambio silencioso se encendió algo que el tiempo no había podido borrar. Pero lo que Andrés vio después lo dejó paralizado: los gemelos tenían sus mismos ojos —un tono azul grisáceo inconfundible, el mismo que él había heredado de su padre.
Sintió cómo las piernas le temblaban. Tuvo que apoyarse en la pared.
—Elena… —balbuceó con la voz quebrada—. Estos niños… ¿son míos?
La joven bajó la mirada. Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro. Durante unos segundos no pudo hablar. Luego, con voz apenas audible, dijo:
—No deberías haberte enterado así… Tu madre me juró que si decía una palabra, te destruiría la vida.
Andrés sintió una mezcla de furia y culpa. Todo encajaba: las discusiones con su madre, la repentina desaparición de Elena, las cartas sin respuesta…
—¿Por qué no me buscaste? —exclamó, con los ojos llenos de dolor.
Elena abrió su bolso y sacó un sobre arrugado.
—Lo hice. Te escribí muchas veces. Todas las cartas me regresaron con el sello “dirección desconocida”. Cuando supe que estaba embarazada… ya era demasiado tarde.
Andrés cayó de rodillas frente a ella, con las manos temblorosas. Uno de los bebés estiró su pequeño brazo y rozó su mejilla, en un gesto que lo desarmó por completo.
—Se llaman Nicolás y Lucas, —susurró Elena, intentando sonreír entre lágrimas—. Son buenos chicos.
El altavoz anunció:
—Último llamado para el vuelo Madrid–París.
Andrés miró su boleto, luego a los gemelos y finalmente a Elena. En ese instante tomó una decisión sin titubear.
Rasgó el pasaje en dos.
—No me voy —dijo, con una firmeza que hizo temblar su propia voz—. Esta vez nadie me va a separar de ustedes.
Elena rompió en llanto y lo abrazó con fuerza. A su alrededor, la gente seguía caminando, los vuelos partían, las puertas se cerraban… pero para ellos, el tiempo se había detenido.
Por primera vez en años, Andrés entendió que su destino no estaba en los hoteles, ni en las reuniones, ni en los negocios.
Estaba allí, en ese rincón del aeropuerto, donde su verdadera vida acababa de comenzar.