En una pequeña casa de barrio obrero, con las paredes descascaradas y un jardín que alguna vez tuvo rosales, vivía Don Ernesto, un hombre de 74 años con las manos curtidas y la mirada mansa. Había trabajado toda su vida como albañil. Construyó casas, escuelas y galpones en el conurbano bonaerense, siempre con la dignidad del que sabe que el esfuerzo es lo único que no se devalúa.
Pero ahora, en plena crisis del país, su jubilación apenas alcanzaba para los remedios y un poco de pan. Cada mes era una batalla contra los precios, las facturas de luz y gas, y ese silencio que se hacía más largo cuando abría la heladera vacía.
—No puede ser que después de tanto laburo me falte el plato de comida —murmuraba, mirando una foto vieja donde estaba con su esposa, fallecida hacía ya seis años.
Un día, al volver del banco con los pocos billetes que le quedaban, se detuvo frente a una obra en construcción. Escuchó el ruido del martillo, el olor a mezcla fresca… y algo dentro suyo se encendió.
Esa tarde, sacó del fondo del ropero su viejo mameluco gris, las botas gastadas y la cuchara de albañil que lo acompañó media vida.
A la mañana siguiente, salió a buscar changas. Caminó horas bajo el sol, tocando timbres en casas donde escuchaba el sonido de una obra.
—Don, ¿necesitan una mano para levantar una pared, revocar algo? Sé hacer de todo —decía, con una sonrisa forzada.
Algunos lo miraban con lástima, otros con desconfianza.
—Gracias, abuelo, pero ya estamos completos —respondían la mayoría.
Pasaron los días. El cuerpo empezaba a pesarle, pero su orgullo no lo dejaba rendirse. A veces lograba alguna changa chica: un paredón que había que reparar, un revoque, una losa mal terminada. Le pagaban poco, pero él se iba contento, con las manos llenas de cemento y el corazón un poquito más liviano.
Sin embargo, el trabajo escaseaba. Y con él, la esperanza.
Una noche de invierno, mientras comía un plato de sopa rala, escuchó a unos chicos del barrio hablando en la vereda.
—Che, vos sabés que mi viejo no consigue a nadie que le termine el baño nuevo. Todos le cobran una fortuna.
—Sí, mi tío igual, el albañil que vino le dejó la obra por la mitad.
Ernesto sonrió con tristeza. Sabía que había muchos como él, gente que necesitaba arreglos pero no podía pagar lo que pedían los albañiles jóvenes. Entonces, al día siguiente, tuvo una idea.
Buscó un pedazo de cartón, lo limpió bien y escribió con letra grande:
“ALBAÑIL JUBILADO — ARREGLOS A PRECIO JUSTO — LLAMAR A DON ERNESTO”
Lo pegó en el poste de la esquina, con un número escrito a mano. No esperaba mucho, pero era su manera de no rendirse.
Esa misma tarde sonó el teléfono. Era Doña Rosa, una vecina del barrio que necesitaba que le arreglaran una pared del patio.
—¿Usted es el del cartel? —preguntó ella.
—Sí, señora, el mismo —contestó él, emocionado.
Fue, trabajó dos días y le cobró lo justo. Al terminar, Doña Rosa le sacó una foto mientras sonreía y la subió al grupo de Facebook del barrio: “Vecinos Unidos de Villa del Parque”.
El post decía:
“Este es Don Ernesto, jubilado y albañil de toda la vida. Me arregló la pared impecable, me cobró poco y encima me convidó mate. Si alguien necesita una mano, no duden en llamarlo. ¡Gente así ya no hay!”
La publicación se viralizó en el grupo.
Al día siguiente, el teléfono no paraba de sonar.
Unas mujeres querían que les arreglara el techo del lavadero. Un comerciante necesitaba hacer un contrapiso. Hasta un colegio del barrio le ofreció pintar las aulas.
Don Ernesto, con su gorrita azul y sus herramientas viejas, se convirtió en una leyenda del barrio.
Los vecinos lo saludaban por la calle, le alcanzaban facturas, le invitaban mates, y hasta los chicos lo esperaban para ayudarlo a preparar la mezcla.
—¡Llegó el abuelo del andamio! —gritaban cuando lo veían venir.
Meses después, el intendente del municipio se enteró de su historia y lo fue a visitar. Le ofrecieron un taller gratuito para que enseñara albañilería a jóvenes sin trabajo.
Ernesto aceptó, con lágrimas en los ojos.
Cada mañana, se levantaba temprano, planchaba su camisa celeste y tomaba el colectivo con la herramienta bajo el brazo.
—No vine a jubilarme, vine a enseñar lo que sé —decía con una sonrisa.
Y así, entre mezcla, ladrillos y mates compartidos, Don Ernesto volvió a sentirse útil, querido y digno.
El cartel de cartón seguía pegado en el poste de la esquina, aunque ya casi ilegible por el sol y la lluvia.
Nadie quiso quitarlo.
Era un símbolo de que todavía hay esperanza, incluso en los tiempos más duros.
¿Qué aprendemos de esta historia?
La dignidad no se mide en billetes, sino en la voluntad de seguir de pie. Don Ernesto no encontró un trabajo: encontró nuevamente su propósito, y con él, el respeto y el cariño de su gente. En un país donde la crisis golpea a diario, hay quienes siguen levantando muros… pero también corazones.