En un paraje perdido entre los caminos de tierra y los algarrobos de Santiago del Estero, vivía Doña Petrona Coronel, una mujer de 70 años, de manos fuertes, piel curtida y una sonrisa que no conocía el descanso.
Su casa, humilde pero acogedora, se levantaba al borde de un camino que parecía olvidado por el tiempo. Allí, entre gallinas, perros y una higuera vieja, reinaba su orgullo más grande: un horno de barro que su difunto marido había construido hacía más de cuarenta años.
Ese horno no era solo un objeto: era su compañero, su herramienta y su refugio. Con él había criado a sus hijos, alimentado a los vecinos y, muchas veces, calmado la tristeza de la soledad.
Todas las madrugadas, antes de que el sol encendiera el monte, Petrona encendía el fuego. Con un movimiento mecánico, casi ritual, mezclaba harina, agua, grasa y levadura, y amasaba su pan con la fuerza de quien amasa también los recuerdos.
El pan del alma
El pan casero de Doña Petrona era famoso en los alrededores. Los paisanos recorrían kilómetros en bicicleta o a caballo para comprarle sus tortas al rescoldo o las empanadas que hacía con carne de cabrito.
Pero ella nunca se enriqueció con eso. “Mientras alcance para el azúcar y la yerba, ya está bien”, solía decir.
Sin embargo, aquel año fue distinto. El invierno llegó seco y cruel. Las lluvias no aparecieron, los animales empezaron a morir de hambre y los cultivos no dieron fruto. En poco tiempo, el pueblo se quedó sin trabajo ni recursos.
Los vecinos dejaron de pasar por su casa; no porque no quisieran, sino porque no podían pagarle. Petrona lo notaba, pero no decía nada.
Hasta que un amanecer, mientras miraba las brasas del horno, tomó una decisión que cambiaría su vida —y la del pueblo— para siempre.
El pan que se comparte no se acaba
Esa mañana, Petrona amasó igual que siempre. Preparó el pan, las empanadas, los bollos dulces y una olla de guiso. Pero esta vez no puso precio a nada. Cuando los primeros vecinos pasaron por su puerta, los invitó a sentarse.
—Coman tranquilos —les dijo—. Hoy nadie paga.
Los hombres se miraron, confundidos. Algunos quisieron dejarle unas monedas, otros se disculparon por no tener nada. Pero Petrona insistió:
—El hambre no espera. Ya vendrán tiempos mejores.
Y así, durante varios días, Doña Petrona encendió su horno sin vender ni cobrar un solo peso. Horneaba desde la madrugada hasta la tarde, repartiendo pan a quien lo necesitara.
El aroma del pan recién hecho empezó a esparcirse por todo el paraje, y con él, una sensación que hacía mucho no se sentía: esperanza.
Una cadena de manos solidarias
Poco a poco, los vecinos comenzaron a ayudarla. Don Lucho le traía leña del monte. Doña Rosa le dejaba huevos de sus gallinas. Los más jóvenes se turnaban para traer agua del pozo.
Y así, lo que empezó con una sola mujer y un horno, se transformó en una comunidad que volvió a unirse.
Una tarde, mientras sacaba una hornada dorada de pan, un grupo de chicos se le acercó con una caja de cartón.
—Doña Petrona, mire —le dijo uno de ellos—. Hicimos un cartel para su horno.
El cartel, hecho a mano con marcador azul, decía:
“El horno de todos.”
Petrona lo colgó en la puerta y no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas.
El milagro del horno
Con los días, algo curioso empezó a ocurrir: aunque Petrona no cobraba, la harina nunca se terminaba.
Cada vez que iba a buscar, encontraba una bolsa nueva en la puerta. Algunos decían que eran los vecinos, otros que la gente de pueblos cercanos había oído la historia y enviaba donaciones.
Pero Petrona, con su fe sencilla, creía que era cosa de Dios.
—Cuando uno da sin esperar nada, el cielo te devuelve el doble —decía sonriendo mientras removía las brasas.
Su casa se volvió punto de encuentro. Todos iban no solo por el pan, sino por la charla, el mate, la compañía. En medio de la sequía, el horno de barro se había convertido en el corazón del pueblo.
El regreso de sus hijos
Pasaron los meses, y la historia de Doña Petrona llegó más lejos de lo que ella imaginaba. Una radio local contó su historia, y pronto alguien en Buenos Aires la escuchó: su hijo menor, Raúl, a quien no veía desde hacía siete años.
Raúl había partido buscando trabajo, pero el tiempo y la distancia se encargaron de separarlos. Al escuchar que su madre seguía trabajando, sola, en medio del monte, decidió regresar.
Una mañana, mientras Petrona encendía el horno como de costumbre, escuchó el ruido de una camioneta. Alzó la vista, y allí estaba Raúl, con una sonrisa emocionada y los ojos llenos de lágrimas.
—Mamá… vine a quedarme.
Petrona dejó la pala del horno y lo abrazó sin decir palabra. En ese gesto estaban todos los años de espera, las noches de oración y las cartas que nunca se habían enviado.
El horno del pueblo
Desde entonces, el horno de Doña Petrona no volvió a apagarse. Raúl le ayudó a ampliarlo, los jóvenes del pueblo construyeron bancos y una galería, y cada domingo la comunidad se reunía a compartir pan, música y risas.
La gente de la ciudad comenzó a visitarla, atraída por la historia de aquella mujer que, sin pedir nada, había dado todo.
Y cuando alguien le preguntaba cómo logró alimentar a tantos, ella respondía con humildad:
—El secreto no está en la harina, sino en el corazón.
Epílogo: el pan que une
Años después, cuando Petrona ya no estaba, su horno seguía de pie, en el mismo lugar. Los vecinos lo reparaban y mantenían encendido en su honor.
Cada 24 de junio, día de San Juan, el pueblo entero se reunía allí para hornear pan y repartirlo entre todos.
Bajo el cartel que aún decía “El horno de todos”, los niños jugaban y los mayores contaban la historia de aquella abuela santiagueña que, en tiempos de sequía y desesperanza, enseñó que el pan más sabroso es el que se comparte.