Había sido un día agotador. Salí del trabajo entrada la noche, con el cansancio pesando en los hombros, cuando vi a una anciana apoyada en una cerca, respirando con dificultad. A sus pies descansaban dos bolsas repletas de víveres. Me acerqué de inmediato.
—¿Se siente bien, señora? —pregunté con preocupación.
Ella levantó la vista y me dedicó una sonrisa débil.
—Gracias, hijo… creí que podía con las bolsas, pero mi corazón ya no responde como antes. Mi casa está cerca, apenas unas cuadras más allá.
No dudé un segundo. Tomé las bolsas y caminé junto a ella. Mientras avanzábamos despacio, me fue contando fragmentos de su vida: vivía sola desde que su esposo falleció hacía años, sus hijos casi no la llamaban, y la pensión apenas le alcanzaba para lo básico. Sus palabras estaban llenas de melancolía, pero también de una serenidad que me conmovió profundamente.
Al llegar a su pequeña casa, en las afueras de la ciudad, me dio las gracias con una dulzura que todavía recuerdo.
—Dios te bendiga, muchacho —dijo antes de cerrar la puerta.
Dejé las bolsas en la entrada y seguí mi camino. No tomé nota de la dirección, no pensé que fuera importante. Solo había sido un gesto de humanidad, nada más.
La noche siguiente
Al regresar del trabajo, vi luces azules y rojas parpadeando frente a mi edificio. Dos patrulleros bloqueaban la entrada. Varios oficiales conversaban en voz baja. Uno de ellos me detuvo al verme llegar.
—¿Usted es Julián Morales? —preguntó con tono serio.
—Sí, soy yo —respondí, sin entender nada.
El oficial intercambió una mirada con sus compañeros y luego pronunció algo que me heló la sangre:
—Está siendo investigado por homicidio.
—¿Qué? —balbuceé.
Me explicaron que una mujer mayor había sido hallada sin vida en su casa… la misma a la que yo había ayudado la noche anterior. Los vecinos aseguraban haberme visto con ella, y las cámaras de seguridad mostraban claramente cómo la acompañaba cargando sus bolsas hasta la puerta. Era la última persona que se sabía había estado con ella con vida.
Intenté explicar que solo la había ayudado, que no había vuelto después, pero nadie parecía creerme. Me llevaron a la comisaría. Pasé horas siendo interrogado, repitiendo una y otra vez la misma historia. Aquella noche dormí —o intenté hacerlo— en una celda fría, preguntándome cómo un simple acto de bondad podía haberse convertido en una pesadilla.
La verdad sale a la luz
A la mañana siguiente, un detective entró a la sala con una carpeta en la mano. Había aparecido una nueva evidencia.
Las cámaras del vecindario habían captado a otra persona entrando a la casa horas después de mi partida: el hijo de la anciana. Los vecinos declararon que escucharon gritos y discusiones, pero nadie intervino. Más tarde, se descubrió que él había discutido con su madre por dinero y, en un arranque de ira, la había estrangulado antes de huir.
Las huellas dactilares y los restos biológicos encontrados en la escena confirmaron su culpabilidad.
El detective me pidió disculpas antes de dejarme libre. Pero las palabras apenas me consolaron.
Salí de la comisaría con una mezcla de alivio y terror. Si no fuera por esa cámara que registró mi partida, y por la ciencia que habló en mi defensa, hoy podría estar acusado de algo que no hice.
Desde entonces, cada vez que veo a alguien pidiendo ayuda en la calle, mi corazón se divide entre la empatía… y el miedo. Porque aquella noche aprendí que, a veces, hacer lo correcto puede ponerte en el lugar equivocado.